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viernes, 30 de noviembre de 2007

LA URGENCIA DEL ACUERDO HUMANITARIO

José Gregorio Hernández Galindo



El mundo entero, y no solamente Colombia (y casi más que Colombia) se ha estremecido al contemplar el video grabado por las FARC, al parecer en octubre, en el que aparece una imagen melancólica, desesperanzada y débil de Ingrid Betancur, entre las llamadas pruebas de supervivencia de varias personas secuestradas.



Este video -según todo indica- estaba destinado al Presidente Hugo Chávez de Venezuela, y talvez se lo enviaban a través de los mensajeros capturados por el Ejército, con el objeto de dejar claro que sus gestiones, en su momento autorizadas por el Gobierno colombiano, sí produjeron al menos un resultado. Nos parece que sería injusto desconocer esa incidencia de Chávez y de Piedad Córdoba en el proceso de obtención de las pruebas en referencia. Nuestro concepto -creemos no estar equivocados- es el de que los dos actuaron de buena fe, así hayan errado, durante algunos pasajes del proceso, en los métodos, en las formas o en las palabras que usaron.



Pero más allá de si fueron efectivas la interrumpida mediación de Chávez y la facilitación que tenía a su cargo Piedad Córdoba, lo cierto es que, después de aparecidas las pruebas hay una general convicción en el sentido de que se había avanzado mucho, cuando menos al dar el primer y definitivo paso consistente en establecer contacto con la guerrilla, por lo cual -en consecuencia- resulta especialmente cierto que, como lo expresamos desde el principio, hubo precipitud del Presidente Uribe al cancelar abrupta y definitivamente toda posibilidad de que los nombrados siguieran interviniendo -si se quería, dentro de precisas reglas de juego- con miras a la liberación de los secuestrados.



Y más allá de todo eso, conmueve la imagen que se nos ha transmitido -quizá no calculada en toda su intensidad por los captores- de una persona injustamente sometida a suplicio, encadenada, acabada, triste, cuyas ilusiones parecen haberse destruído por completo en medio de la selva; en la dureza del cautiverio de casi seis años; en la idea -no muy distante de la realidad- de que la suerte de los secuestrados no está en las prioridades del Ejecutivo, ni en las de muchos que hablan sobre ella pero que sólo la tienen como pretexto para la figuración; en la desoladora conclusión de que la permanencia de su secuestro conviene a la estrategia guerrillera y al discurso efectista del Gobierno.



Duele mucho ver cómo un grupo armado, que ha querido justificar sus acciones con el argumento de las reivindicaciones sociales y con la justicia social por bandera, ha perdido el norte de su lucha, ha desdibujado el concepto del delito político, y ha pasado al terreno de los crimenes atroces, entre los cuales el secuestro ocupa lugar preferente.



Sorprende la inmensa capacidad de crueldad que pueden albergar, contra su naturaleza, seres humanos enceguecidos por supuestos ideales que, por paradoja, son traicionados a través de sus acciones.



Y preocupan también la improvisación y las equivocaciones del Gobierno en esta materia; sus palos de ciego; sus constantes contradicciones; sus avances y retrocesos en torno a la posibilidad de un acuerdo con las FARC por razones humanitarias.



Hay que decir que somos partidarios del Acuerdo Humanitario, no como una forma de claudicación y de derrota de la sociedad ante el horrendo crimen del secuestro, pues lo que existe hoy en Colombia es, desde el punto de vista jurídico, un estado de necesidad, sino como un acto de grandeza del Gobierno para defender el imperio de la dignidad humana, de la vida y de la libertad.



El Acuerdo Humanitario es urgente, y los demócratas de Colombia no podemos periclitar en busca de una solución pacífica que permita a los secuestrados salir con vida del cautiverio infame al que los tienen sometidos.

jueves, 29 de noviembre de 2007

¿Inconstitucionalidad por omisión?: NECESIDAD DE UN ESTATUTO DEL TRABAJO

José Gregorio Hernández Galindo



En Colombia se considera en ocasiones que la Constitución Política contiene normas inanes o mandatos irrealizables, y ello generalmente no corresponde tan sólo a un enfoque, a un criterio, a una interpretación del sistema jurídico, sino que representa muchas veces la determinación deliberada de órganos y sectores en el sentido de aplicar el viejo concepto colonial según el cual "el rey reina pero no gobierna", para que, sin menoscabo del respeto -de labios para fuera- que a todos merece la Carta Política, se logre en la práctica dejar escritos, teóricos y formales sus mandatos, en especial aquellos que introdujeron cambios profundos en el Derecho Público colombiano. Eso ha ocurrido, entre varias normas de la Constitución de 1991, con la contemplada en el artículo 53, de indudable carácter mandatario -es decir, imperativo-, que a la letra señala: "Artículo 53.- El Congreso expedirá el estatuto del trabajo. La ley correspondiente tendrá en cuenta por lo menos los siguientes principios mínimos fundamentales:
Igualdad de oportunidades para los trabajadores; remuneración mínima vital y móvil, proporcional a la cantidad y calidad de trabajo; estabilidad en el empleo; irrenunciabilidad a los beneficios mínimos establecidos en normas laborales; facultades para transigir y conciliar sobre derechos inciertos y discutibles; situación más favorable al trabajador en caso de duda en la aplicación e interpretación de las fuentes formales de derecho; primacía de la realidad sobre formalidades establecidas por los sujetos de las relaciones laborales; garantía a la seguridad social, la capacitación, el adiestramiento y el descanso necesario; protección especial a la mujer, a la maternidad y al trabajador menor de edad.
El Estado garantiza el derecho al pago oportuno y al reajuste periódico de las pensiones legales.
Los convenios internacionales de trabajo debidamente ratificados, hacen parte de la legislación interna.
La ley, los contratos, los acuerdos y convenios de trabajo, no pueden menoscabar la libertad, la dignidad humana ni los derechos de los trabajadores”.

La norma no puede ser más clara, y de ella se deriva que el Congreso ha incumplido hasta hoy una perentoria orden del Constituyente. También los sucesivos gobiernos, en particular por falta de actividad de los ministerios de Trabajo, hoy de Protección Social (Ley 790 de 2002), que han debido elaborar desde hace tiempo el proyecto correspondiente, no para expedirlo el Ejecutivo, que no lo puede hacer ni siquiera por la vía de las facultades extraordinarias (Art. 150, numeral 10, de la Constitución), sino para presentarlo al Congreso, pues según el artículo 208 Ibidem son los ministros los que tienen a cargo formular las políticas relativas a sus respectivos despachos y son los encargados de presentar proyectos de ley de origen gubernamental ante el Congreso. En realidad, ha sido la Corte Constitucional la que, en estos dieciséis años de vigencia de la Constitución, ha venido llenando los vacíos que naturalmente se han presentado en la legislación laboral, en el campo de las relaciones de trabajo entre particulares como en el ámbito de las surgidas entre el Estado y sus servidores (Art. 123 C.P.), como consecuencia de la omisión del Gobierno y de las cámaras. Es importante resaltar que buena parte de las normas -pertinentes y aplicables en su momento- promulgadas en los años cincuentas y sesentas, hoy se muestran desuetas y desactualizadas a la luz de la nueva preceptiva superior y ante los novedosos enfoques de la jurisprudencia constitucional. Están, de otra parte, esos principios mínimos fundamentales enunciados con carácter vinculante en el artículo 53 de la Constitución, y la especial protección del Estado a todas las formas y modalidades del trabajo (Art. 25 C.P.), y por supuesto la especial prevalencia que la propia normativa constitucional ha reconocido a los Convenios Internacionales del Trabajo adoptados en el seno de la OIT e incorporados a nuestra legislación. Todo lo cual tendría que consignarse en un ordenamiento autónomo y preferente que rigiera con mayor armonía cuanto aluda a las relaciones, conflictos e interpretaciones que tienen lugar en virtud del desempeño de labores remuneradas de unas personas para el servicio de otras, o del Estado o de sus entidades , dentro de un concepto de continuada dependencia. Hoy por hoy tenemos regímenes distintos para los trabajadores particulares; para los empleados y trabajadores al servicio del Estado; para los trabajadores del campo y de la ciudad; para los empleados públicos nacionales, y para los departamentales y municipales; regímenes salariales y prestacionales distintos; jurisprudencias divergentes de la Corte Constitucional, la Corte Suprema de Justicia y el Consejo de Estado; un maremagnum normativo en materia de pensiones; un régimen de seguridad social completamente contrario al Estado Social de Derecho...En fin, se requiere con urgencia un estatuto armónico, orientado a la luz de los postulados constitucionales vigentes, coherente, que comprenda con perspectivas de igualdad, racionalidad y proporcionalidad los distintos casos e hipótesis en las relaciones laborales; que realice los principios mínimos plasmados en la Constitución; que impida la adopción de estatutos legales regresivos como la reforma de 2002 que, so pretexto o con la disculpa de disminuir el desempleo, arrebató a los trabajadores las horas extras y otras garantías; y que en definitiva responda a las actuales exigencias de la justicia social. Además, han pasado ya dieciséis años de incumplimiento del mandato de 1991. ¿Inconstitucionalidad por omisión?

LAS RELACIONES EXTERIORES

El muy difícil momento que se vive en cuanto a las relaciones entre Colombia y Venezuela, por cuenta de la sorpresiva terminación unilateral de la mediación que se había confiado al Presidente venezolano Hugo Chávez con miras a la liberación de las personas secuestradas, es atribuible, entre otros motivos (como, por ejemplo, los palos de ciego del Gobierno colombiano en relación con el tema; la falta de unas reglas y de una delimitación de atribuciones para la tarea encomendada, que han debido quedar claras desde el comienzo; la inexistencia de un término y de un calendario, la presencia de elementos inamovibles de parte del Ejecutivo y de parte de las FARC; el excesivo protagonismo del mediador, .....), al inocultable descuido que ha venido acusando el manejo de nuestras relaciones exteriores.

Lo decimos con todo respeto hacia el Presidente -quien las tiene a su cargo, como Jefe del Estado, según la Constitución-, y también hacia el actual Canciller, pero creemos que toda la estructura del aparato que maneja esas relaciones se encuentra mal organizado en su misma base y presenta defectos ostensibles, además de la improvisación que le es ya característica.

Comenzando por el criterio que se aplica para la designación del Ministro de Relaciones Exteriores, que ya no es, como era, el de la preparación especializada del titular en la actividad diplomática y su formación en temas como el Derecho Internacional y la geopolítica, sino el del impacto coyuntural que pueda tener el nombramiento en la política doméstica, como aconteció con los dos últimos cancilleres. Baste recordar que, pese a su indudable preparación en otras áreas, la hoja de vida del doctor Araujo no es la de un diplomático, y el título tenido en cuenta para nombrarlo consistió en haber sido víctima del secuestro y en haber escapado del mismo, además de coincidir su apellido con el de la Canciller saliente, todo lo cual -aunque humanamente pueda ser comprensible- no es suficiente para asumir una responsabilidad tan grande, que exige conocimientos propios para el cargo y una mínima experiencia.

De otro lado, el gobierno ha dado en abstenerse de convocar a la Comisión Asesora de Relaciones Exteriores, de lo cual se quejaba con frecuencia el expresidente Alfonso López Michelsen, cuando lo cierto es que medidas tan drásticas como la que se acaba de tomar respecto a la terminación de la mediación de Hugo Chávez en el caso de los secuestros, así como, en su momento, la decisión presidencial de apoyar a los Estados Unidos en la guerra contra Irak, corresponden a determinaciones de Estado que, por su magnitud y repercusiones, tendrían que ser objeto de cuidadoso análisis previo, con la participación y el consejo de estadistas e internacionalistas.

El artículo 225 de la Constitución lo ha entendido así, y por ello ha contemplado la Comisión Asesora como cuerpo consultivo del Presidente de la República, en el entendido de que la participación en ella de miembros tan destacados como los expresidentes de la República y los excancilleres evita la toma de decisiones apresuradas que luego conduzcan a arrepentimientos y disculpas, o a que el Estado colombiano, como suele ocurrir, quede mal en el plano internacional.

Pero, además, como lo vimos durante el proceso de aprobación del Acto Legislativo que hizo posible la primera reelección del Presidente Uribe, las plazas en el servicio diplomático no se llenan con personas de carrera, conocedoras de los asuntos inherentes a su gestión, sino dentro de la idea de pagar favores políticos o votos congresionales de apoyo a proyectos del Gobierno, o de solucionar problemas de ubicación profesional de familiares de dignatarios.

De otra parte, la política internacional parece no existir. Se improvisa demasiado, pues el Gobierno actúa normalmente por reacción, o por conveniencia momentánea, de lo cual resultan gestiones de renovado fracaso como ha acontecido con la negociación y la aprobación del TLC. Añádase a ello la mala imagen de Colombia en el exterior, primero por el narcotráfico y ahora por la parapolítica, y las frecuentes condenas de tribunales internacionales por causa de la inobservancia de los Tratados Internacionales sobre Derechos Humanos.

Súmese a todo el hecho de que los funcionarios prefieren el uso de los medios de comunicación para manejar las relaciones internacionales, con gran desprecio por la vías diplomáticas, y se tendrá un panorama grave de desgreño en ese campo, que es tan importante para cualquier Estado.

miércoles, 28 de noviembre de 2007

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