José Gregorio Hernández Galindo
El mundo entero, y no solamente Colombia (y casi más que Colombia) se ha estremecido al contemplar el video grabado por las FARC, al parecer en octubre, en el que aparece una imagen melancólica, desesperanzada y débil de Ingrid Betancur, entre las llamadas pruebas de supervivencia de varias personas secuestradas.
Este video -según todo indica- estaba destinado al Presidente Hugo Chávez de Venezuela, y talvez se lo enviaban a través de los mensajeros capturados por el Ejército, con el objeto de dejar claro que sus gestiones, en su momento autorizadas por el Gobierno colombiano, sí produjeron al menos un resultado. Nos parece que sería injusto desconocer esa incidencia de Chávez y de Piedad Córdoba en el proceso de obtención de las pruebas en referencia. Nuestro concepto -creemos no estar equivocados- es el de que los dos actuaron de buena fe, así hayan errado, durante algunos pasajes del proceso, en los métodos, en las formas o en las palabras que usaron.
Pero más allá de si fueron efectivas la interrumpida mediación de Chávez y la facilitación que tenía a su cargo Piedad Córdoba, lo cierto es que, después de aparecidas las pruebas hay una general convicción en el sentido de que se había avanzado mucho, cuando menos al dar el primer y definitivo paso consistente en establecer contacto con la guerrilla, por lo cual -en consecuencia- resulta especialmente cierto que, como lo expresamos desde el principio, hubo precipitud del Presidente Uribe al cancelar abrupta y definitivamente toda posibilidad de que los nombrados siguieran interviniendo -si se quería, dentro de precisas reglas de juego- con miras a la liberación de los secuestrados.
Y más allá de todo eso, conmueve la imagen que se nos ha transmitido -quizá no calculada en toda su intensidad por los captores- de una persona injustamente sometida a suplicio, encadenada, acabada, triste, cuyas ilusiones parecen haberse destruído por completo en medio de la selva; en la dureza del cautiverio de casi seis años; en la idea -no muy distante de la realidad- de que la suerte de los secuestrados no está en las prioridades del Ejecutivo, ni en las de muchos que hablan sobre ella pero que sólo la tienen como pretexto para la figuración; en la desoladora conclusión de que la permanencia de su secuestro conviene a la estrategia guerrillera y al discurso efectista del Gobierno.
Duele mucho ver cómo un grupo armado, que ha querido justificar sus acciones con el argumento de las reivindicaciones sociales y con la justicia social por bandera, ha perdido el norte de su lucha, ha desdibujado el concepto del delito político, y ha pasado al terreno de los crimenes atroces, entre los cuales el secuestro ocupa lugar preferente.
Sorprende la inmensa capacidad de crueldad que pueden albergar, contra su naturaleza, seres humanos enceguecidos por supuestos ideales que, por paradoja, son traicionados a través de sus acciones.
Y preocupan también la improvisación y las equivocaciones del Gobierno en esta materia; sus palos de ciego; sus constantes contradicciones; sus avances y retrocesos en torno a la posibilidad de un acuerdo con las FARC por razones humanitarias.
Hay que decir que somos partidarios del Acuerdo Humanitario, no como una forma de claudicación y de derrota de la sociedad ante el horrendo crimen del secuestro, pues lo que existe hoy en Colombia es, desde el punto de vista jurídico, un estado de necesidad, sino como un acto de grandeza del Gobierno para defender el imperio de la dignidad humana, de la vida y de la libertad.
El Acuerdo Humanitario es urgente, y los demócratas de Colombia no podemos periclitar en busca de una solución pacífica que permita a los secuestrados salir con vida del cautiverio infame al que los tienen sometidos.